Es un viejo cuento-moraleja, que reescribo según lo recuerdo. Sé que no es la versión original, pero espero la moraleja final sea útil de igual manera.

En un antiguo paraje oriental, existía un monasterio habitado por una estricta orden ortodoxa.

Dentro de sus tradiciones, los monjes que sólo veían la luz del sol un día al año en su peregrinaje cíclico, seguían el mandamiento férreo de no dejarse tentar por la carne humana, para nunca pecar por falta de castidad. Las reglas no escritas, pero siempre vistas y seguidas: jamás ver a una mujer a los ojos, nunca hablarles, impensable siquiera rozar sus ropas; ¡infierno para quien las tocase!

Así pues, venían todos de vuelta, caminando en fila, con la mirada hacia el suelo y el capuchón montado, pero la dificultad del paraje, provocó que se retrasara uno de los maestros con su aprendiz, que quedaron algo rezagados del grupo que marchaba al enclaustro del año nuevo.

Estos dos últimos, llegaron tarde al cruce de un río que hicieron los demás en una barcaza, viéndose obligados a levantarse las ropas y atravesar a pie y a contracorriente.

De pronto, cuando comenzaban a adentrarse en el agua, se acercó a ellos una mujer llorando, muy bella por cierto, que provocó que ambos en reflejo, echaran la mirada al suelo.

– Ayúdenme por favor – suplicó ella. -Es demasiado tarde y no he alcanzado a la barcaza. Necesito cruzar el río pues mi madre está en su lecho de muerte y me temo que si no llego hoy en la noche a su lado… temo que me lleve la corriente.

El joven aprendiz, recordando bien sus mandamientos, hizo caso omiso de la plegaria y adelantó unos pasos, hasta que se percató que su maestro no venía a su lado. Al volver la mirada, observó que aquel a quien tanto admiraba, había violado su código y cargaba en hombros al ente del pecado.

Atrás quedó el río, el maestro bajó a la mujer y continuaron a marchas forzadas pues era peligroso que la noche los atrapara a medio camino. El maestro, en silencio avanzaba y el aprendiz, en silencio maldecía a aquel que había cargado a la mujer. ¿Lo denunciaré? Es mi obligación ver que nadie de la orden peque… Pero es mi maestro. ¿Cómo puedo hacerle esto? ¿Cómo a sabiendas de todo, la vio a los ojos, la escuchó, la cargó y la tocó? ¿Cómo lo hizo viendo además lo hermosa que ella era?

– Hemos llegado – dijo el maestro cuando después de un par de horas, se asomó en el horizonte el monasterio ya iluminado por antorchas.

Maestro- le dijo el otro- antes de que lleguemos al lado de nuestros hermanos, en el silencio y confidencialidad que nos otorga la distancia, le hago saber mi enojo por el pecado cometido.

– ¿A que te refieres? – preguntó el maestro sorprendido.

– A que ha tocado a una mujer, cuando la llevó en sus hombros a cruzar el río, hace 20 leguas… debe saber que no he podido dejar de pensar en ello las últimas tres horas de andar, pues pensaba denunciarle, pero al tratarse de usted, ahora mejor se lo menciono.

– Querido – le respondió cariñosamente su mentor – que esto te sirva de lección: hemos pecado ambos, pero cuando yo lo hice, un fin correcto y piadoso se cumplió y no lo mismo ha sucedido contigo.

– ¿Yo? – preguntó anonadado

– Sí. Yo he tocado a una mujer, que dejé 20 leguas atrás, en cambio tú no has podido sacarla de tu mente las últimas tres horas… ¿porqué no la dejaste como yo, a la orilla del río?

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