La ciudad se encuentra alterada, agresiva.
El ambiente de la urbe más grande del mundo está viciado; se presiente belicoso y pendenciero. El tránsito se ha tornado insoportable, la atmósfera se encuentra saturada de pequeños y molestos moscos, y las calles se encuentran obstruidas con desagüe y basura. A la distancia, como en toda gran urbe, los sonidos parecen acentuarse tras la tormenta: bocinas de automovilistas desquiciados, algún silbato de agentes viales, cuetes y fuegos artificiales, música de banda proveniente de algún oscuro taller de reparación automotriz. Todo huele a gran ciudad de asfalto con aceras invadidas por aceite quemado, manteca y grasa de taqueros ambulantes y a materia fecal. Hace ese tipo de calor bochornoso, pegajoso y nocturno, que solo surge después de llover por un par de horas donde la sobrepoblación arquitectural no permite mayor flujo de aire…
A ella, sin embargo, todos estos inconvenientes le importan un bledo. Ella no es un ente normal. Sale del edificio sonriente y amable, hecha toda una dama silenciosa y de apariencia plena. Aunque, sí, preferiría ya haber llegado a casa para ducharse, tomar un trago por cena y tumbarse en la cama a fumar. Pero ni hablar, aún le tomará su tiempo y “más vale que me lo tome con calma”, dice para sí mientras saluda a un policía con una coqueta sonrisa, antes de abordar un taxi en la esquina. El asunto de todo, está en sonreír y hacer sonrojar. “Los policías son verdaderamente ineptos”, piensa mientras su rostro es atravesado por una expresión de astuta frialdad femenina. ¡Se atarantan en cuanto una mujer les avienta el calzón!
– A la Morelos, por favor – le dice con voz baja al chofer, como si estuviera afónica. El conductor, a su vez, desde el espejo retrovisor observa su rostro masculino maquillado, seguido del uniforme de enfermera que porta, “futa, que vieja más fea” y decide, únicamente por admiración a quienes se dedican a velar la vida de otros, a correr el riesgo de llevarla a esa peligrosa zona, sobre todo por la hora que corre.
– ¿Viene de cuidar algún enfermito?- le pregunta mientras tira de un cordón para cerrar la puerta de su vehículo.
– Si – le responde ella, con aquella voz piadosa, cuasi muda y afeminada que ya tiene tan practicada. – A una viejecita- agrega como quien no quiere platicar más después de una larga y depresiva jornada. El taxista así lo interpreta y decide subir el volumen de la radio.
Ella se relaja y en el camino se dedica a recordar esos cuidados tan especiales que le otorgó, ese tratamiento tan compasivo, tan magnánimo: Atar la media con suavidad entre sus manos. Regocijarse con la sensación de la suave licra sobre sus puños. Le parece sensual. Contener la respiración. Solo escuchar sus latidos retumbar. Aproximarse con cautela, emocionarse a cada paso. Excitarse con la incertidumbre y la posibilidad de ser descubierto o de lograr el cometido.
El departamento hedía a viejo. La temperatura era cálida, el ambiente cerrado, la iluminación poca. Había formol y mucho polvo, los platos eran de pasta de colores, el mantel era de plástico. Los muebles estaban cubiertos con sábanas, pero se veían arañados por el afilar de las garras de sus gatos, que dormían indistintamente en la tina del baño, en la mesa de la cocina y en su sillón individual para mirar la televisión. Oh, sí, los ojos aterrados, la sensación de verse sorprendida. No sabe, no comprende, pero en ese punto ya adivinó su suerte. Pronto todo se zarandea. Un pequeño estira y afloja, contusiones leves, dolor en los dedos. Una leve caída de espaldas. Sus ojos se encuentran sinceros por primera vez. Los de ella, viejos y oxidados, tiernos y muertos. Los de ella asesina, ansiosos, vivos, con las pupilas dilatadas, exaltados. Sus nalgas tocan el frío suelo. Un último respiro. Su fuerza se extingue. Se le botan sus zapatos ortopédicos. Su pañal de adultos se llena de orina, por la pérdida de control de esfínteres. Sus manos quedan ya rígidas para siempre…
Y ahora en el camino de regreso, ella recuerda todo, vívidamente, con placer. El besar su boca aún tibia. El apretar sus senos caídos por los años. El respirar rápidamente. El abrazarla con fuerza. El llorar sobre su vientre, y pedirle perdón, y que lo comprenda, y abrazarla nuevamente, tocarle la frente en señal de despedida y mirar su cadáver compasivamente. Las mata para evitarles el sufrimiento, es lo que no comprenden. Las mata por clemencia. Porque alguna vez tuvo que cuidar a una madre vieja, que sufrió mucho y por mucho tiempo. Las mata porque comprende lo que duele la soledad todos los días, todas las tardes, todas las noches, todos los anhelos, todas las frustraciones que genera la vejez, que es en sí, una enfermedad que luego se complica con otras, con muchas otras y con más soledad, con falta de dignidad y derrames y diabetes y pulmonías. Las mata por misericordia, para que no tengan que sufrir sus últimos años, lastimosas, abandonadas por sus familiares que de ellas ya no se quieren ocupar…
Ella por eso se toma su tiempo. Es la enfermera más amable que han visto en sitios donde generalmente se las trata muy mal. Se gana su confianza en la clínica de salud, platica con ellas, “si mamacita, sé que es feo estar solita”, les surte sus recetas, “no se preocupe, viejecita linda, con esto se va a curar, a mi mamacita le caen muy bien estas pastillitas”, comparten experiencias, y tarjetas de imágenes de santos y sus plegarias “Dios quiera, que hace milagros con la familia”. Es un trabajo largo, pero las convence después de que necesitan ayuda en casa, alguien que les lave la ropa, que les haga de comer, que las acompañe, que les tome la presión, ¿quién desconfiara de una enfermera tan buena y amable que solo pide a cambio posada y una parte de los vales de ayuda que les otorga el gobierno del distrito federal? ¿Quién podría imaginar que el asesino de tanto viejecito es una luchadora disfrazada de mujer enfermera?… Antes de todo, se las lleva a merendar, “coma rico, mamacita”, que tomen café con leche y un dulce pan. Luego vienen esos cuidados tan especiales que les otorga, ese tratamiento tan compasivo, tan magnánimo… Y el proceso de salir, de abandonar la escena, de saberse satisfecha como quien ha cumplido con el más noble deber moral. Es una competencia de inteligencia. No dejar huellas, no ser descubierta, continuar haciéndolo cada vez mejor, no cumplir condena.
– Hemos llegado – le dice el chofer, distrayéndola de sus pensamientos. – Son veinte pesitos, damita.
– El taxímetro dice que son setenta y ocho- replica suavemente.
– Sí, damita, pero ya saqué mi costo y así contribuyo con la noble función de las enfermeras. – Cuando yo esté viejito, pue’que necesite de los servicios de alguien como uste’.
La luchadora vestida de enfermera, luego de agradecer el detalle con suavidad, abandona el vehículo, y mientras a pie comienza a internarse en la oscuridad, el taxista percibe de aquella extraña figura, una astuta mirada de reojo, una mirada fría, insolente, dolosa, que le hace estremecer….
“Tranquilo”, se dice el taxista en voz baja, quien atribuye entonces sus sospechas al cansancio de la marcha diaria, “me cai’… haciendo novelas de la realidad”.
foto tomada del Universal Online
Chale – Cuántas faltas de Ortografía. Además, los mexicanos (mucho menos un taxista) no hablan como Españoles. Por ejemplo, no decimos “Hemos llegado”, sino “Llegamos”. Fin.