Las enfermeras del asilo para personas seniles se han pasado las últimas semanas realizando esfuerzos sobrehumanos tratando de ocultar la fecha: han resguardado los calendarios, cambian las cajas de los cereales y alimentos, y hasta han intentado distraer a los reclusos de la televisión del día, al instaurarles sesiones nocturnas de películas de video; todo para confundir a Don Timoteo, un viejo muy flaco, silencioso, de baja estatura y narigón, que cada catorce de febrero arma la de Dios es grande porque está loco; dicen que loco de amor…
El año pasado llegó a poner a todos nerviosos. Instó a la rebeldía y al complot a los demás viejitos, que solo necesitan de un soplido para contagiarse de trastornos, famélicos y gordos por igual, sin comer varios días, e intentó drogar a una de las chicas más jóvenes para robarle sus llaves y salir al mundo exterior a cumplir su mesiánica misión. Siempre acompañado, por supuesto, de su compinche Jonás, que es más ancho que Sancho y más bruto que Panza; alto, fornido para su edad, lento y poco lúcido y siempre pensando en gelatinas.
Por ello, este año, el nada despreciable objetivo de la enfermera en jefe, es que ni cuenta se dé don Timoteo del día que corre, y con suerte, todo transcurra en paz y santa calma. Y como la meta es alta, ha instruido a todo el personal, para que no permitan el paso de ningún obsequio de familiares de otros internos, y ha comprado una revista de placeres para el empedernido romántico enfermo de amor, con la condición de que la vea y disfrute en solitario, encerrado en sus aposentos. “Suficiente será, para tenerlo entretenido todo el día”, pensó.
Qué equivocada estaba. Como suele suceder cuando alguien canta victoria con anticipo y sin recibo, no pasó mucho tiempo para que comenzara a escuchar un escándalo proveniente de los jardines. “Jonás, ¡lo he visto!” gritaba el casi siempre silencioso viejito. Y en cuanto llegó su compañero, lerdo y curioso, se subió trabajosamente a una banca del jardín principal y comenzó a predicar hacia sus compañeros, que con andar lento e inseguro, se fueron reuniendo a su alrededor:
“Ustedes sabrán que me recostó por motivos profanos, pues mi cuello se cansa cuando el ojo busca un detalle, y por suerte vislumbré de rabadilla, un globo de corazón que se le escapó a una chamaquita en la calle”, sentenció con el aliento entrecortado por la emoción y el esfuerzo. “Y ustedes ya saben lo que eso significa: hoy, viejos y tontos, tristes y viejos, viejos y solos, ¡es catorce de febrero!”
“Pero no, no debe ser el día en que se celebre el amor y la amistad”, recetó cuando una viuda aplaudió emocionada, “es mi misión en esta vida, decirles que no debe ser uno de esos días que se inventan las parejas para recordarse y renovarse. Perfecta ocasión para tomarse de la mano, mirarse a los ojos y besarse almíbares y sabores aciditos y salados”, dijo entre risas que nadie comprendía, acompañadas de un guiño coqueto hacia las féminas de su auditorio… “Hoy no debiera ser una jornada de esas en que los vivos se olvidan de los muertos y se regalan sensaciones, caricias y remilgues, flores y chocolates o una carta de amor sinsentido y un abrazo desesperado; día de los enamorados, de reciclar el combustible humano, de san Valentín el antígeno y antigótico, esperanzado día de la amistad y de los bienaventurados enmielados”
“No, queridos viejitos tontos”, agregó después de tomar un poco de aire. “Hoy deber ser el día de recordar a los caídos, de celebrar a los vencidos; a todos aquellos sensibleros, taciturnos e implacables, bohemios silenciosos y adoloridos de siempre creer en el amor. Hoy es día de aclamar al niño que se atrevió a llevarle chocolates a la maestra a pesar de la burlas de sus amigos, oda al jovencito que recibió una bofetada a cambio de una cariñosa nalgada, alabanza al añejo que pasó su vida buscando un amor que no encontró, aplaudir, aclamar y vitorear a todos esos seres que derraman afecto que nunca les fue devuelto. Hoy, hay que levantarle una oda a los valientes que lo intentaron sin conseguirlo. Una mirra para la chica que fue rechazada al invitar a bailar sin conseguirlo, cánticos para el homosexual incomprendido, ¡loas para todo aquel que se atrevió sin alcanzarlo!”, dijo con la boca ya seca de tanto hablar, para luego tragar un poco de la escasa saliva y continuar “porque han de saber que de ellos es el cielo y el universo, por ellos cantan los pájaros y muerden los perros; incorregibles seres enfermos de amor que apostaron el todo por el todo aún a sabiendas de que perderían todo y más… ¿Verdad, Jonás?”, preguntó a su inseparable amigo de guerra, al cómplice de la batalla eterna que habría que sostener con aires apologéticos. “¿Qué piensas?”, le pregunto en voz bajita, como animando a su amigo a hablar, “¿qué me miras?”, le inquirió en cuanto le observo concentrado en sus pies…
– Pienso- agregó Jonás, con su voz suave y profunda- que deberías tomar un poco de viagra para no orinarte en los zapatos…
Don Timoteo miró sus pies mojados. Sonrió entonces hacia su auditorio y con ademán afirmativo, le ordenó a la enfermera en jefe: “Venga, ya. No más distracciones. Madre superiora”, dijo con aire despreciativo a una mujer que nunca ha sido religiosa, “limpie ya este desastre, que Jonás y yo tenemos que irnos a salvar el amor”…
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“Los Amorosos, de Jaime Sabines por él mismo”
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