Se llama Casimiro Aoyama Duarte. Es un hombre joven, delgado y bien parecido. Tiene un auto deportivo y sus ingresos están por arriba de la media en la ciudad de México. No lo sabe ni lo imagina, pero en una semana estará muerto. Goza de aparente salud y acaba de cumplir cuarenta años que no se le notan. Nunca ha tenido una relación de pareja. Ese será el pensamiento que lo atormentará durante los últimos segundos de su vida.

Casimiro, hijo de una veracruzana y un conservador migrante japonés que habla poco y gruñe mucho desde que llegó en un barco mercante al que nunca volvió a subir, disfruta desmedidamente de invadir la privacidad de otras personas a través del  fenómeno de las cámaras web.

Para él, con una carrera creciente y pujante en una empresa global que produce videojuegos, su adicción no representa mayor problema: trabaja desde su casa y cada día, por horas, desde la intimidad del anonimato, gasta buena parte de sus recursos y su tiempo en observar a mujeres que viven de compartir su cotidianeidad con cualquier extraño que tenga a su alcance una computadora, una línea de internet y una cuenta bancaria.

—Despierta. —le increpó una voz con violencia. Apenas podía enfocar y mantener los ojos abiertos. Una lámpara de luz blanca le cegaba.

—¿Quién es? —balbuceó, aturdido.—¿Dónde estamos?

—Mi nombre es Jorge Balles, me dicen el Diúrex.

—¿Qué está pasando? —preguntó Casimiro aún amodorrado—. No entiendo nada… —agregó con un dejo de pánico en la voz.

—Quédate tranquilo —le indicó su interlocutor.—El Diúrex tenía voz de mando: clara pero a la vez suave, casi paternal. Casimiro apenas dudó y obedeció.  “Tranquilo”, se dijo, y a los segundos sintió una oleada cálida recorrerle las piernas. “No pasa nada”, repitió para sí hasta quedarse nuevamente dormido.

El joven Aoyama Duarte no fue siempre un tipo raro y solitario. Durante su funeral, sus compañeros de colegio lo recordarán como alguien afable, generalmente bromista, buen deportista y hasta algo soñador. Alguien incluso evocará —entre esas incómodas y cómicas anécdotas de velorios— que de niño, muchas veces mencionó que quería convertirse en ginecólogo. ¿Qué le pasó a este muchacho que cambió tanto?, se preguntará la madre cuando la llamen a reconocer el cuerpo en las instalaciones forenses.

En realidad, no lo podrá identificar plenamente. El rostro del cadáver de Casimiro estará deformado, pero su madre podrá percibir que se trata de él. Una madre siempre lo sentirá, lo sabrá en el fondo. Eso y una seña particular que heredó: una membrana interdigital que une discretamente entre sí, el segundo y tercer dedo del pie derecho; una extraña condición que se ha trasmitido de generación en generación entre los Duarte.

Casimiro es siempre de rutinas fijas y obsesivo. Como todos los martes, hoy llega del supermercado, pero a diferencia de otros días, observa cerca de su puerta, una enorme caja de cartón coronada por un elegante moño dorado. Como no lleva su nombre y no es su cumpleaños, asume que se trata de un error y decide dejarlo ahí; quizás sea un regalo para el vecino que algún descuidado mensajero dejó en el pasillo. Abre la puerta, y adentro, se quita zapatos y calcetines porque le gusta caminar a piel desnuda, sobre el costoso piso de madera canadiense. Prepara la tetera y se sienta en su sala de trabajo mientras enciende sus ocho monitores para trabajar en diferentes ordenadores al mismo tiempo, sin saber que hoy faltará por vez primera a una videoconferencia con sus superiores, pues estará desmayado, desnudo, en el baño de su lujoso apartamento.

¿A quién quiero engañar? Los ocho monitores son para conllevar mi adicción. Siete en espiar, uno en el trabajo real. Siete como los días de la semana, como los colores del arcoíris. Siete es mi número de la suerte, como los siete mares, los siete cielos, las siete artes liberales, las siete maravillas y maravillosas son esas tetas redondas y perfectas. Me encanta cuando camina rápido y le rebotan, naturales, místicas, hipnotizadoras. Por eso, aunque esté prohibido en todos los Terms of Service, tengo un sistema para grabar lo que capten mis pantallas.  Para poder ver una y otra vez lo que me gusta y no estar sujeto a que todo desaparecerá en un respiro.

 

—Pinche chinito —le recriminó Jorge Balles, con una mirada fría y directa y con el entrecejo duro, altivo—, ya te measte.

La mejor parte de las webcams, sucede cuando las personas no se percatan de que alguien las está observando, cuando olvidan ese detalle. Porque entonces, actúan normalmente, sin esa pesada cortina que nos impone el sabernos vigilados. Como cuando se meten el dedo en la nariz, o se acomodan la ropa interior con total desfachatez. ¿Quién no lo ha hecho nunca? Para mí, vale la pena estar pendiente muchas horas para lograr ser testigo de esos segundos. Eso es lo que pocos entienden cuando juzgan.

—No soy chino.

—Vale madre —le reprendió con tosquedad Jorge Balles mientras se acariciaba la barba, impecablemente cuidada—. Igual te measte.

—Mi padre es japonés —intentó exculparse. Entonces se dio cuenta de que no podía moverse, que estaba fuertemente amarrado y sentía frío en la espalda. A su lado derecho, estaba la tina de porcelana blanca que compró en un sitio web de antigüedades en subasta.

—Y tú eres un pinche chismoso que de no meter la nariz en donde no la llamaron, no estarías meado—le asestó una cachetada, para luego rematar—; pinche chinito chismoso, y meón.

Todo sucedió en uno de esos momentos en que se olvidó de que estaba rodeada de cámaras que ella misma instaló para vivir de ser observada. Después de todo, no eran horas típicas.

Además, siempre que trabajaba en su laptop, ella lo hacía en una postura bien pensada, de tal suerte que el monitor no fuera filmado nunca. Pero se distrajo. Apenas un instante. Y su pantalla se reflejó en un espejo que —maldita sea la suerte— captó la atención de Casimiro y sus obsesiones.

Con ágiles golpes de dedo y movimientos certeros, por medio de una captura de pantalla que transpoló con photoshop, pronto pudo el joven Aoyama Duarte amplificar y leer la imagen captada:

III “STRICH” Family E11/G11/S11/S12/M3//G10/S26//M20

III E11 YL AM/USB, M03 G11 S11a 05.00, 06.05, 06.45, 07.15, 07.55, 08.15, 08.45, 09.15, 10.30, 11.00, 12.30, 13.00, 13.30, 14.15, 16.30

Tue 21.00z (noted 5082kHz)

151, 39, 47, 3013, 2, 90, 25, 987, 43, 47, 36, 56, 66, 84, 70, 2, 43, 47

Nada entendió Casimiro, pero reconoció que 5082kHz describía una frecuencia. Algo intuyó y de inmediato salió al centro comercial para comprar un radio scanner de onda corta. No supo nunca qué lo impulsó, pero le pareció buena idea. Después de todo, los radioaficionados también son especies de voyeristas que disfrutan de escuchar conversaciones policiales y mensajes de otros lugares del mundo.

Le costó trabajo hacer funcionar el aparatejo, pero con ayuda de la Internet, lo logró en mucho menos tiempo del que había imaginado. Sincronizó la frecuencia. Había estática. Algo estaré haciendo mal, chingao. A punto estuvo de apagar el radio cuando de pronto una voz femenina, cuasi mecánica, comenzó a recitar una rápida secuencia de números: sixtysix coma eightyfour coma seventy coma two coma fortythree comafortyseven coma onefifftyone coma thirtynine coma. ¡Mierda! ¡Son los mismos números de hasta abajo!

 

Durante tres días jugó Casimiro con aquellos números. Hora tras hora, pensamiento tras pensamiento. No parecían una serie Fibonacci ni aparentaban siquiera mantener una secuencia matemática lógica. Nada tampoco en la Internet. Al menos en la red visible,  ésa que todo el mundo conoce gracias a los motores de búsqueda que indexan los sitios comerciales y públicos.

Sin embargo, como experto, Casimiro sabe bien que el ochenta por ciento de los sitios de la web son privados y que no están indexados por motores de búsqueda como google o yahoo, por lo que están escondidos fuera del escrutinio normal en los abismos de la telaraña informática, en eso que sólo los muy versados conocen y que se denomina la Deep Web.

Usando un buscador similar al TOR, pero que él ayudó a diseñar durante un hacking campus en la India, Aoyama escrutó en dominios que no fueran los comunes .com y demás conocidos, hasta que dio con un foro llamado Enigma2000.smab, donde obtuvo las pistas que tanto había estado buscando. En tal sitio, un grupo de anónimos aficionados explicaba que las emisoras de números, como ésta con la que se topó, son emisoras de radio de onda corta de origen incierto, pero cuya existencia  había sido documentada por la sociedad civil desde la Segunda Guerra Mundial.

“En general transmiten voces leyendo secuencias de números, palabras, o letras (ocasionalmente utilizando un alfabeto fonético). Las voces que se oyen en estas emisoras son, a menudo, generadas mecánicamente, vienen en una gran variedad de idiomas y normalmente son femeninas, aunque a veces se usan también voces infantiles. Nuestras investigaciones nos llevan a creer (aunque no hemos podido verificarlo), que dichas emisoras son canales de comunicación para enviar mensajes e instrucciones a espías. Esto no ha sido reconocido públicamente por ningún gobierno, pero se hacen algunas referencias en ciertos documentos filtrados en los WikiLeaks. Cabe destacar que a la fecha, nunca nadie ha visto quién ni cómo se generan estas secuencias ni desde dónde se hacen ni con qué propósito.”

Acostumbrado a navegar con absoluto anonimato gracias a sus conocimientos tecnológicos y guiado por el espíritu colaborativo del ideal de la era de la información, Casimiro se anima a participar brevemente en el foro antes de apagar la computadora: “Creo que se trata de algo inofensivo”, escribe con soltura. “Tengo prueba en video de una chica que ha escrito el código: 151, 39, 47, 3013, 2, 90, 25, 987, 43, 47, 36, 56, 66, 84, 70, 2, 43, 47 trasmitido en la frecuencia 5082kHz hace tres días a las 12.30 horas y repetido después a las 13.00, 13.30, 14.15, y 16.30 horas”. Casimiro está extático. Nada lo ha emocionado tanto desde que vio una webcam por primera vez. Suena el recordatorio de la agenda de su celular. Es martes, en un rato más tendrá una videoconferencia con sus jefes. Necesita bañarse y aclarar la mente, olvidarse del asunto por un rato.

—Me dicen el Diúrex porque pego fuerte y arreglo las cosas, chinito.

—Me está confundiendo —imploró Casimiro girando la cabeza porque el aliento agrio de su interlocutor le generó asco—. ¡Y ya le dije que no soy chino! ¡Soy mexicano!

—Vales madre —le amonestó con una segunda bofetada, esta vez mucho más fuerte que la anterior—; todos son bien valientes cuando se ponen a investigar cosas en internet, pero bien que lloran y suplican cuando yo llego.

—¿De qué me habla? —preguntó el joven Aoyama Duarte con lágrimas de desesperación rodándole por el rostro mientras sentía que se le inflamaba el labio por el golpe propinado.

—Están bien pendejos. Todo por andar de curiosos, queriendo saber más. La mejor forma de caerles cuando descubrieron algo que no debían, es poniéndoles un forito dónde puedan presumirlo —le dijo con una amplia y fría sonrisa antes de forzarle una toalla de manos en la boca para que de ella no pudiera salir sonido—. Entonces, el Diúrex le aproximó la enorme caja de regalo con moño dorado que había visto cerca de su puerta más temprano y, de ella, sacó la cabeza cercenada de una mujer.—Lo malo es que me tuve que chingar a la nenita de las webs también —agregó cuando se la puso sobre el pecho desnudo—. No es personal, chinito. Es sólo que no puedo dejar cabos sueltos…

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