¡Pinche Joto! – le gritó justo antes de darle una bofetada limpia, clara, de efecto expansivo y ardiente. El reportero intentó removerse el dolor del golpe, medio sentado en el suelo, la cabeza gacha, desorientado, aterrado, aún incomprendiendo lo que acababa de suceder. Los ojos de su agresor estaban enrojecidos, hinchados, mirándolo hacia abajo, como a punto de estallarle de ese tipo de rabia incontrolable de los que acostumbran a infundir terror…

– Si rajas, con esta – le dijo amenazante, prepotente, mostrándole la mano con la que recién le había castigado el rostro – te juro que te la entierro- y antes de escupirle en el rostro, le hizo un ademán amenazante de destajarlo por las tripas, como si fuera un simple cerdo.

Segundos más tarde, aún errante, se puso de pie como pudo, sólo para encontrar que ya no había nadie a su al rededor. La calle quedó silenciosa, sin testigos aparentes, sin ninguno de los veinte y tantos oficiales que lo agredieron; completamente desértica. No supo cómo y porqué fue que comenzó su cuerpo a recibir los cobardes golpes, siempre por la espalda y en numero masivo, pero en ese instante, más que querer averiguar nada, su atención se centró en encontrar a tientas, el teléfono móvil que hacía unos minutos le habían arrebatado para que no pudiera pedir auxilio.

Urgencias, recostado en una camilla, luz de la que no hace sombras, policontundido, heridas, pensando en el bebé que está por llegar, esguince cervical, vísceras sin peligro grave aparente. Sedación, intravenosas. Traumatismo craneoencefálico, Glasgow adecuado. Sin fatalidad. Consulta abierta a urgencias, fíjese que no le dé vómito, si no, regresa de inmediato. Medicamento, más consultas médicas, revisión de evolución y probablemente rehabilitación física. Corrió con suerte. Es de los pocos que podrán contarla. En México, cuando un grupo que se supone administra el poder de la fuerza, se ensaña con un periodista, lo hace sin escrúpulos y redefine la temporalidad limitada e inmediata del concepto de “por el resto de su vida”.

Todo comenzó cuando siguió en su motocicleta, a una patrulla que decían llevaba secuestrado a un taxista sin motivo ni causa, encaminados a un cajero automático para sacarle dinero. De ahí, cuando comprobó que el detenido era obligado a mantenerse agachado, desprendió una persecución por las calles del centro de la ciudad. Desde el intento de arrollarlo con el vehículo, hasta circular por calles en sentido contrario como si de una verdadera emergencia se tratara, sin más ni más detuvieron de pronto la marcha. Ni tiempo de tomar nombres de los agresores. Tan pronto como puso los pies en la tierra, le apagaron el motor y le arrebataron las llaves. Lo estaban esperando más de dos docenas de oficiales. ¿Qué quieres aquí, pinche jotito? ¿Quién te ha llamado? Los otros habían avisado por el radio. Conque jodidas obstruyendo la justicia. ¿Eres pendejo? ¿Eres pendejo? ¿Cómo te atreves a agarrarla contra la p-o-l-i-c-i-a? ¡Toma pinche hijo de tu reputísima madre! Golpe en seco por la espalda. Al piso y de bruces. Nadie que haga nada. Por traumatismo, contractura de los músculos de la espalda, la pupila dilatada, el pulso acelerado, Dios mío, que no me pase nada. Patadas, más insultos, golpes con la macana. Sentirse acabado, ver a la muerte de reojo, contusión de un anillo contra el ojo, gas de pimienta y otra patada, tal vez nunca volver a besar esos labios. Intento de pedir auxilio, sangre escupida, el teléfono robado arrojado hacia una maloliente alcantarilla, pisadas, de la que te salvaste, viene llegando el director de la central, corran todos, nadie vio nada, ¡Pinche joto! ¡Si rajas, con esta, te lo entierro!…

Esta es nuestra diaria realidad novelada: malandrines con charola, extorsionadores con uniforme, golpeadores profesionales, enterradores con título, ladrones con cargos públicos, corruptos de centro, brutos de derecha, prepotentes y azotadores de fuerza de izquierda, maleantes y taimados, abusadores del poder, obesos guardianes iletrados de la irresolución y del desorden, mal paridos y pagados, asaltantes y secuestradores; terroristas urbanos que se supone, deben velar por nuestra seguridad.

¡Por Dios, ya basta! Parece que por cada policía honrado, digno de respeto y reconocimiento, hombre de bien, de familia y patriota, se levantan otros tres que son todo lo contrario. Y la culpa la tiene todo aquel que lo permite, que no denuncia, que lo calla, que contribuye dando “mordidas”… Recuerden que las escaleras de arriba a abajo se barren y luego parece que no hay ningún funcionario que pueda dar la cara. Yo, estimado lector, sólo te dejo esta reflexión: si a esto se atreven contra aquel que tiene la capacidad de denunciarlo públicamente, ¿qué no harán contra el ciudadano común y corriente, como tu y como yo? ¿Contra los turistas y extranjeros? Y peor aún, ¿qué no harán contra los que no pueden gritar porque social y económicamente no tienen voces…?

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