“Ten cuidado en quien confías, recuerda que el diablo
también fue un ángel.”- Anónimo
Aunque no se reconozca abiertamente, existe en todo hospital de gran tamaño del sistema de seguridad social. Se les conoce como Pabellones de la Muerte, o Las Zanjas.
Estos lugares, independientemente de cómo se les llame, son una zona alejada de la luz solar y de las miradas indiscretas, donde se manda a morir a los heridos graves, a los desahuciados, a los quemados y amputados irreparables, a los enfermos terminales; en resumen, a toda aquella persona que según el criterio de un grupo pequeño y anónimo de médicos, no tiene ninguna oportunidad de sobrevivir.
Los cuerpos aún con vida, a veces sin brazos ni piernas, a veces sin medio cerebro, a veces personas en coma o con tumores tan grandes que se mueven por si solos y sobresalen a la piel, son trasladados a este lugar que sirve de coladera entre un mundo y el otro, mientras a sus parientes y familiares se les comunica que están en terapia intensiva sin posibilidad ni permiso de visita.
No se trata de un asunto moral. Es más bien, fría practicidad: ellos deciden si el paciente vale la pena los recursos y gastos que son siempre limitados y que prefieren dedicarlos a quienes tienen posibilidad de recuperarse o de hacer algo que consideren ellos, decoroso por el resto de la humanidad. Claro que esto es siempre corruptible…
Ya sea en el sótano, en salas en obra gris o en galerones en apariencia abandonados, se montan estos espacios dedicados a recibir pacientes que esperan la muerte sin tratamientos ni paliativos que alivien el dolor o faciliten siquiera, la respiración.
Son espacios sin mucha limpieza ni equipos médicos; no hay monitores cardiacos, ni sondas, ni enfermeras. A los condenados a morir en las siguientes horas se les acomoda en camillas destartaladas que no tienen compostura, en petates o en sábanas sobre el suelo que, por cierto, no han sido lavadas ni una sola vez.
La iluminación es limitada, la penumbra lo rodea todo. Se necesita una linterna para caminar entre tanto inconsciente que ahí espera el último suspiro. A veces son amontonados uno sobre otro, dependerá del espacio. El silencio es pesado y solamente interrumpido por expectoraciones descontroladas y ocasionales quejidos.
Sin ningún tipo de ventilación, estas zonas huelen a adrenalina con orines, a órganos descompuestos y quemados, a materia fecal mezclada con el ácido perfume del cáncer y de la pronta expiración. Son espacios terroríficos. Se me tatuaron en la nuca y no he logrado olvidarlos ni cuando duermo.
Ahora, cada que observo o visito a un facultativo para que me revise o me trate, no puedo evitar observarlos con sus batas blancas y sus modales finos, amables, y preguntarme con cierto temor, si no serán miembros de la zanja o de uno de estos grupúsculos anónimos similares que deciden con frialdad utilitaria sobre la suerte de cualquier enfermo que tenga a bien confiarles su vida.