Le dicen “el labios-gruesos (thicklips)” por motivo doble: uno, la burla a su apariencia, el segundo, arguyendo a que es un bocón que no cumple. “Nada pervierte más una discusión que recurrir a los descalificativos físicos. Ni que me fuera a amedrentar”, piensa. “Y acá, de este lado, me dicen el huevosdeoro. Y eso tampoco me envalentona.”
Es martes. Ya está entrando la noche y hace calor para ser marzo. O al menos así lo siente, al grado en que tiene desabotonado el chaleco de su traje de tres piezas y se encuentra en mangas de camisa. Hace un día se cumplió el plazo otorgado por la Suprema Corte de Justicia de la Nación para que las compañías pagaran el adeudo que se tenía con los trabajadores, según lo fijado por la junta de Conciliación y Arbitraje.
“Ya van 24 horas en que no han cumplido con lo dictado por la máxima autoridad nacional. Son varios años de pleito y estos sátrapas no han construido las escuelas acordadas, ni hecho los hospitales que quedaron, ni bajado las horas y riesgos de trabajo y mucho menos, aumentado los sueldos mínimos”.
Todavía tuvo la deferencia de reunirse, apenas ayer, con los representantes de las compañías antes de que se cumpliera el plazo legal para tratar de llegar a un acuerdo beneficioso para ambas partes. Pero se negaron. “No dieron ni un pasito pa’tras”. Mintieron una y otra vez, diciendo que no tenían recursos. Aún cuando el mismísimo Silva Herzog, elegido por sugerencia de las empresas petroleras, hizo un estudio que demostraba que podían con sobras cumplir con lo dictaminado por el tribunal.
“No pueden seguir viéndonos la cara. He sido lo suficientemente paciente. Desde el primer año de mi gobierno han abusado de su poderío. Se negaron por ejemplo, con todos sus recursos, a la existencia de sindicatos en 1935. Tres años ya de eso. No me dejan más opción que obligarlos a cumplir hoy, con lo que dicta la ley”, medita. —Por favor, deténgase tan pronto vea cable de teléfono — le indicó de pronto el General Cárdenas a su chofer, quien conducía el automóvil de regreso a la ciudad de México. —¿Ericsson, mi general? — le preguntó el chofer. En ese entonces, en la ciudad de México las redes telefónicas estaban divididas: el teléfono de una empresa no podía comunicarse con una línea de la competencia.
Finalmente, encontró cómo poder hacer un telefonema desde una pequeña propiedad en la desviación a Palmira, casi llegando a Cuernavaca, en esa carretera federal que conecta a la ciudad de México con el puerto de Acapulco. Le marcó a su amigo y Ministro de Comunicaciones y Obras Públicas, el General Múgica: “Si no obedecen a la Suprema Corte, los obligo”, le dijo. “Lo acabo de decidir. O cumplen todos los puntos del laudo, o los expropiamos”.
Se subió de nuevo al carro en absoluto silencio. Le temblaban las piernas. Recordó entonces un antecedente similar: en 1915, pasó justo con la compañía Telefónica y Telegráfica Mexicana, que se negó a cumplir las demandas de los trabajadores y despidió injustificadamente a los empleados que habían emplazado a huelga. El entonces Presidente Obregón incautó los bienes a nombre del Estado y nombró a un gerente general del Estado: Luis N. Morones. Cuando esa empresa se negó a cumplir con la ley, se hizo lo único que podía hacer el gobierno. Pero ahora, todas las petroleras han formado bloque y creen que podrán más que yo y más que el Estado Mexicano.
Creen que pueden alargar la huelga por más tiempo, pues hacerlo paralizará a México: no hay un solo motor, auto, camión, que podrá circular sin gasolina. Los daños económicos serán brutales. Ni las medicinas ni la comida llegará a los lugares de consumo. Creen que me podrán dar un golpe de Estado después de eso… “Ya veremos”, dijo en voz alta cuando se alcanzó a divisar a lo lejos los miles de focos que iluminaban la madrugada de la ciudad de México en 1938.