Compraste hace tiempo en una tienda departamental, un equipo electrónico que no funcionó por defectos de fábrica. La tienda no te pudo hacer una devolución del dinero que pagaste por una treintena de excusas, así que te dieron una tarjeta de la tienda con el saldo equivalente de tu dinero. Aceptaste a regañadientes, porque con ello te obligan a consumir en su tienda.
Hoy por fin necesitas algo de esa tienda, pero al querer pagar, te salen con que siempre no puedes usar tu dinero: la tarjeta tiene una vigencia de tres meses y te has pasado por unos días. Oiga, pero es MI dinero y el dinero no tiene caducidad. Pues no, no puede. Total, que después de reclamar airadamente, te prometen “verlo con el corporativo”, vuelva por favor el lunes. A contar, uno, dos, tres. Respira profundo.
Decides ir a tomarte un café para relajarte un poco antes de continuar con el bailongo del día. Mala cosa. La señorita que atiende en esa cadena fastuosa y mundial, te indica que por el momento no pueden recibir tarjetas de crédito porque no funcionan las terminales. Está bien, respiras profundamente y cuentas uno, dos, tres, cuatro, no hay problema. Le pagas con un billete de doscientos. Tampoco tengo cambio, te sermonea como si fuera la obviedad más grande del mundo. ¡Joder! ¿De cuando acá eso es problema del que compra?
Sales molesto y sin café, pero mejor emprendes el camino hacia el sacrosanto banco, pues te dicen que tienes que solicitar un número especial para que te puedan hacer una transferencia desde los Estados Unidos para pagarte por una publicación.
Hora y media después, un cajero, otro cajero, un “’ira man’ta igual y tú sabes de qué habla este pelonchas”, un supervisor, un gerente malencarado, dos llamadas posteriores “a la divisional” y uno, dos, tres, cuatro, cinco, respiras profundo y decides salir de la sucursal para llamar a tu contacto en Estados Unidos, porque dentro de los bancos está prohibido sacar el móvil.
Marcas. No entra. Marcas de nuevo. No entra. Intentas otra vez. Apenas logras saludar y se corta. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, dame paciencia Señor. Para variar, el servicio de telefonía celular nada más no sirve. Es más, te sorprendes a ti mismo por aún confiar en que algún día servirá cuando lo necesites.
Vuelves al interior de la sucursal. Respira profundo. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, otro seis, de verdad, de verdad, ¿qué tan difícil puede ser que un banco, cuyo negocio es recibir dinero, te diga cómo te puedan depositar? Sabe qué, se lo encargo. Vuelvo mañana temprano. No puedo seguir aquí. Tengo una cita del otro lado de la ciudad.
Te vas a casa. El día se ha nublado. Ojalá y llueva porque eso dispersa las marchas sin violencia. La ciudad está hecha un caos por bloqueos varios, pero como buen defensor de los derechos de protesta, procuras ser congruente y en lugar de molestarte, intentas buscar una ruta alterna por internet para no estar horas varado en el auto.
¡Maldita sea! Hoy es ese día del mes en que sin falta, te cortan el servicio de navegación porque su fecha de corte no coincide con la fecha de corte de tu tarjeta de crédito y no hay poder humano, que logre cambiar a ninguno de ellos. Un, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete… ¡carambas! Ya que logras llegar a la autopista urbana, la entrada es caótica.No jefe, no hay sistema. No podemos dejarlos pasar. ¿Y porqué no apuntan el número de tarjeta para cargarnos el importe después? No nos autorizan, no, no, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho y desvían el tráfico hacia carriles centrales —e inferiores— del periférico. A vuelta de rueda. Nueve. Respira. Enciendes la radio para distraerte. Un mensaje del Presidente en su primer informe de gobierno. Blah blah blah y que México ya está cambiando. ¿Cambiando? ¿Con estos servicios? ¿Qué carajo cambia? Y ante la atónita mirada de los que rodean tu auto, le gritas encolerizado al radio, como si él fuera el responsable de todos nuestros males…