Sufre de sobrepeso al igual que la gran mayoría de habitantes de la ciudad de México (y en nada le ayuda que trabaja como chef de un restaurante). A su padre no lo conoció nunca: a ciencia cierta, no sabe si vive o murió. Su madre, la única familia que le queda, está gravemente enferma y en cama desde hace meses.
En eso piensa mientras está solo, en la madrugada, detenido en los “separos” de la delegación. Lleva ahí diez horas. No ha podido comunicarse con su novio: está de turno en el hotel donde trabaja. Llevan juntos varios años, aún antes de las sociedades de convivencia. ¿Qué irá a pensar de todo esto?
Recapitula mentalmente lo que lo llevó ahí: terminó su turno, entregó cocina, salió temprano de trabajar, tomó el metro, se puso sus audífonos en el trayecto. Se durmió unos quince minutos. Se bajó del vagón. Compró unas pepitas. Se disponía a subir las escaleras para el transbordo y ahí lo atajó una mujer a la que nunca antes había visto.
Le comenzó a gritar y a darle jalones en el pelo; cachetadas. “Me confunde, señorita”, le dijo. En instantes llegó la policía de la estación y lo detuvieron, mientras aquella seguía gritándole improperios y soltándole una que otra patada. Lo acusó de bajarse la bragueta y “embarrarle el miembro”, de toquetearla.
Él mismo pide a los oficiales que vayan todos a la delegación para aclarar la situación, pues se trata de un malentendido y seguro allá un ministerio público se podrá dar cuenta que trae pantalones de chef que son similares a los pants y por ende, no tienen bragueta.
Los policías acceden y lo llevan a bordo de una patrulla. Uno de los oficiales le advierte: “joven, no diga nada que lo incrimine. Esto pasa a cada rato. Ayer mi pareja y yo trasladamos a un joven como usted, al penal para que lo guardaran seis años por lo mismo”. “Es mejor negociar, joven”, le dicen antes de bajarlo de la patrulla.
Justo ahí, en la vía pública, se le apareció el ofendido padre de la muchacha. O eso dijo que era. “Te vas a ir a la cárcel por cerdo”, le fustiga.
Lo sientan ante un escritorio. Declara. Lo levantan. Lo meten en los separos. Desde ahí observa y escucha a la muchacha y a su padre jurar y perjurar que él la ha acosado en el metro. Que la miró lascivamente. El agente que escribe en la computadora les pregunta si están seguros, que pueden mandar a la cárcel a alguien inocente. Le piden unos minutos para hablar fuera de las instalaciones y salen de su vista.
Cuando se quedan solos, el agente se le acerca en actitud conciliatoria. Le dice que es mejor que intente negociar con ellos. Que si levantan el acta, tendrá que ir a dar ante un juez y que la ley se hizo para detener los constantes acosos que sufren las mujeres, especialmente en el metro. Pero le dice, el artículo 260 que las protege, no está bien formulado. “Lleva las de perder, joven”. ¿Y las cámaras del metro? Son difíciles de conseguir. Hay que girar un oficio, ver si hay agentes disponibles, mandarlos a buscar los videos y si ya pasaron 24 horas, lo deben remitir al penal. Si no sale nada en las cámaras, lleva las de perder. Es su palabra contra la de ella. “No arruine su vida. Después de fichado, no conseguirá trabajo”.
Llora desconsoladamente. No sabe ni a quien recurrir. En completo descaro, el papá de la muchacha le pide 45 mil pesos —que no tiene— para perdonarlo por algo que no hizo. ¿Qué hacer? ¿pedir prestado? ¿negarse y quizás ir a prisión de 6 a 10 años?…
Esta es la Realidad Novelada de algunas víctimas de extorsiones en el Metro de la Ciudad, que suceden cuando ante el sistema judicial se es culpable hasta que se demuestre lo contrario.